Raúl Salcedo, bailaor y torero

lunes, 3 de mayo de 2010

Castella, a 40 grados

Mérida, Yucatán, México. Plaza de toros Mérida, 2 de mayo de 2010

Por: Ursula Sánchez Rocha

¿Alguna vez oyó una melodía y se conmovió hasta que le brotaron las lágrimas?

En México, Sebastián Castella se ganó el aplauso de los aficionados yucatecos y la Plaza Mérida el honor de ser pisada por esta figura de la tauromaquia. Parece que el nacionalismo mexicano no tuvo cabida en esta ocasión y no hubo asistente que se resistiera al refinado toreo del esbeltísimo.

La afición llegó puntual, llenaba los tendidos y se protegía del implacable sol con parasoles, gafas y sombreros tratando de aminorar sus efectos. Bebida en mano, impacientes, miraban los relojes que no tardaron en apuntar las cuatro de la tarde.

Poco a poco fueron tomando su lugar en el callejón. Primero los ganaderos, después los empresarios y más atrás Luis Manuel Lozano, el apoderado. En medio de la expectación salió de cuadrillas el de los ojos azules, enfundado en un traje de luces haciendo juego con su profunda mirada, en azul y oro.


Castella en el ruedo

Parecía un personaje del siglo XIX, por la manera de portar el traje, montera a cabeza, siempre elegante, orgulloso, refinado, como si lo hubiera tenido toda la vida puesto, y por su actitud de viejo sabio detrás de un rostro perfecto.

El espada salió al ruedo con paso firme, le echó un vistazo, como reconociéndolo, seriedad en la cara, se formó con respeto junto a sus compañeros de tarde y plantados los pies en la arena, saludó a la afición. La montera en la mano derecha lo acompañó en una cruz de cabeza a pecho.

Las miradas de los tres cuartos de la afición en los tendidos se afincaron en su imponente figura, a la expectativa, sin saber mucho qué hacer, entre la incredulidad y el regocijo de tenerlo en estas tierras.

A Sebastián la afición lo ha hecho ambicioso y valeroso. Desde que descubrió que arrimarse al toro le daba placer y alegría, rescató para él el estilo de los toreros de antaño y le imprimió su marca de quietud, espera, temple, serenidad, siempre buscando la faena perfecta.

El silencio fue total cuando salió por el primero, Patriarca, tal silencio no es acostumbrado en la Mérida, pero ante Castella, no hacían falta las palabras.

En el ruedo fue sencillo y humilde y se retiró un tanto cabizbajo después de fallar en la estocada con Patriarca. Una vez que llegaba al callejón, tomaba un respiro y se ajustaba la montera, erguía el cuerpo y levantaba la cabeza, como un caballero que sabe reconocer sus errores y se dispone a enmendarlos.

A su cuadrilla se dirigía con respeto y firmeza y los integrantes parecían adivinar sus peticiones. Sus picadores se ganaron al público desde el primer toro. Si algo tiene Sebastián es que es justo y respetuoso con el burel.

El calor fue inclemente y el de los ojos azules apenas los entrecerraba para aminorar la potente luz del sol que bañaba su rostro. Con su segundo, Señorío, se tomó un descanso durante el primer tercio. Ambos en el ruedo, acalorados. Sebastián recargado sobre la barrera bebiendo un vaso con agua y el astado a un par de metros tomaba un respiro, cual caballeros en medio de la batalla.

Castella hizo lo que mejor sabe hacer para ganarse a la afición, humedecida y enrojecida en los tendidos ardientes. Y aunque la plaza no se llenó a tope yo estuve ahí, y señores, a los aficionados esa tarde se les olvidó el calor y la Plaza Mérida se desbordaba al grito de ¡torero! ¡torero! ¡torero!, y se le sentía llena, satisfecha, como regordeta después de haber disfrutado a uno de los grandes.

El innegable nacionalismo de los mexicanos se doblegó ante el movimiento del capote de Sebastián. La cálida arena del ruedo lo abrazó toda la tarde como pidiéndole que no se fuera. En el último tercio de su tercero la afición quedó en completo silencio, las palmas de las manos unidas, como implorando, algún susurro de ánimo diciéndole ¡es tuyo, matador!... y en un momento, en los medios, tras una espectacular estocada a su tercero, Pincel, puso a los yucatecos de pie.

Sebastián sonreía, a la afición le había dedicado el toro, y había cumplido.

A los presentes se nos salió el corazón, salimos jubilosos, conmovidos, como cuando escuchamos nuestra melodía preferida y se nos inundan los ojos.

Definitivo, indeleble el paso de Castella por la Mérida, a 40 grados.

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